Juntarse a tomar mate con criollitos de hojaldre en la plaza de la Intendencia, un viernes a la tarde con 35 grados de máxima es, al menos, original. Hasta se podría decir que una tarea reservada a los valientes. O masoquistas, bah. Pero ahí están ellos; porque sí, por desafiar un poco las reglas del sentido común.
Se supone que, en casos similares, lo que uno hace es buscar la sombra más frondosa, sentar campamento allí, e ir corriéndose a medida que el sol invade el espacio. Al menos en eso tienen buen juicio. La tarde va pasando, el agua del termo disminuyendo, las colillas y migas de criollo se apilan en el pasto… y ahí es cuando aparece Antón Cantoná.
Antón Cantoná es el perro hedonista-estatuista. No se inmuta por nada. Es medio indiferente a todo lo que pasa a su alrededor. Las hormiguitas ésas coloradas que dejan ronchas ni lo tocan. No vale la pena, porque no va a aullar si lo pican.
No está buscando fama. Ni que lo miren más, o menos. Ellos hablan del perro amarillo de odontología, y él nada. Ellos se enternecen por los revires del perro láser, y él ni se calienta. Antón Cantoná hace la suya, monje soberano de tierras lejanas, adepto de una religión misteriosa y desconocida a la que ellos, tal vez, nunca accedan. O entiendan.
Sus ojos revelan estados de presencia absolutamente intensos. Su inmovilidad, un desprecio a la necesidad de estar en todos lados al mismo tiempo. Tirarse ahí de espaldas es suficiente.
A su alrededor se sucede el mundo. Pasa un camión de bomberos por la 27 de abril, y le sigue otro casi al instante. Un tipo de remera roja está sentado, solo, en los bancos de piedra, frente a los soldados malvineros. Parece que está dejando pasar la tarde, la está dejando escurrirse un poco. Tres o cuatro ambulancias sirenean ida y vuelta por la T. de Alvear. O capaz que fue la misma, buscando y llevando.
Antón Cantoná es el perro hedonista-estatuista. No se inmuta por nada. Es medio indiferente a todo lo que pasa a su alrededor. Las hormiguitas ésas coloradas que dejan ronchas ni lo tocan. No vale la pena, porque no va a aullar si lo pican.
No está buscando fama. Ni que lo miren más, o menos. Ellos hablan del perro amarillo de odontología, y él nada. Ellos se enternecen por los revires del perro láser, y él ni se calienta. Antón Cantoná hace la suya, monje soberano de tierras lejanas, adepto de una religión misteriosa y desconocida a la que ellos, tal vez, nunca accedan. O entiendan.
Sus ojos revelan estados de presencia absolutamente intensos. Su inmovilidad, un desprecio a la necesidad de estar en todos lados al mismo tiempo. Tirarse ahí de espaldas es suficiente.
A su alrededor se sucede el mundo. Pasa un camión de bomberos por la 27 de abril, y le sigue otro casi al instante. Un tipo de remera roja está sentado, solo, en los bancos de piedra, frente a los soldados malvineros. Parece que está dejando pasar la tarde, la está dejando escurrirse un poco. Tres o cuatro ambulancias sirenean ida y vuelta por la T. de Alvear. O capaz que fue la misma, buscando y llevando.
Antón Cantoná se limita a observar un poco. No mira. Observa. Se nota. Hasta da un poco de miedo, esa observación. Da la sensación de que no se le puede tratar de “che vo’ Antón”, sino más bien de “Don Cantoná”. Pero inmediatamente cierra los ojos y se pone apacible. La ciudad corre, la ciudad escucha, la ciudad canta y se recalienta bajo el sol de 35 grados, y la ciudad queda metida entre sus cuatro patas que apuntan al cielo.
El mate se acaba y la tarde también. Se levantan, sacudiéndose el pasto y las hormigas. Se nota, no sabés cómo se nota, que uno de ellos ahnela su inmovilidad perfecta, el poder ser feliz sin la omnipresencia, mientras que el otro quisiera lograr ese estado de presencia intenso. Se aseguran de que los cospeles no hayan rodado por el piso y guardan el termo para que no se rompa. Quieren dejarle un regalo, antes de encaminarse a la parada de los bondis.
Pero no hay forma. A Antón Cantoná no le gustan los criollitos de hojaldre.